¿Por qué a veces el sufrimiento del desamor puede ser preferible al
del amor, si la magia de este último hace tocar por instantes la Gloria
esquiva, al tiempo de olvidar por momentos la mortal condición
de los seres humanos, disfrutando de la ingravidez que da la alegría
de vivir en tardes estivales, en donde un verde cuasi negro de jardín
boscoso, se llega a confundir con los ecos del divino «Dueto de las
Flores» de Leo Delibes?
¿Es que la imperfecta característica vital de los hombres puede llegar
a imponer la represión de los más significativos actos y vivencias, al
extremo de tener que posponer la fascinación vespertina de pasear por
una Viena calma y cadenciosa cerca de la Staatsoper o simplemente,
de paladear un buen café, a la vera de la Ringstrasse?
La especial característica de la cultura occidental, tan salpicada
de un orientalismo casto y ascético, la particular fusión entre las
pulsiones órficas y dionisiacas que dan forma a nuestra vital civilización,
tan amante del arte clásico, humanista y brillante, que rinde
culto al progreso y al avance tecnológico, que vibra con lo romántico
y sensual, para bien o para mal, se halla surcada por las derivaciones
de la disciplina que imponen los resabios neoplatónicos, por
las enseñanzas de la patrística cultivada por el «Agustín de Hipona
regenerado» y, finalmente, por los mandamientos de la confesión
judeo–cristiana. Al cabo de más de dos mil años, estos aparentemente
antagónicos principios han ido perfilando lo que somos, y de ahí las
lágrimas y raptos religiosos, a solo instantes de haber paladeado las
uvas del placer y del amor…
La dicotomía que se presenta actualmente es aún mayor, puesto que
la mayoría de confesiones religiosas, pretende creer límites y parámetros
al libre desenvolvimiento de la espontánea concepción lúdica del
ser humano. Esta visión plenamente libre de prejuicios ya había sido
concebida por los llamados presocráticos de la antigua Grecia, tales
como Heráclito, Pitágoras, Anaxímenes, Anaximandro, Protágoras,
Isócrates y Melito, quiénes propugnaban un desarrollo lúdico del ser
humano exento de cortapisas y de inútiles «golpes de pecho». Dicha
concepción amante del «juego para aprender», fue retomada a fines
del siglo xix y comienzos del xx, por el erudito psicólogo y fisiólogo
holandés Johan Huizinga, en su obra maestra «Homo Ludens», que es
un tratado que intenta desentrañar los elementos del juego dentro de
nuestra cultura, dentro de una concepción estética de la historia. De
este modo, Huizinga, intenta demostrar que el primer elemento formativo
de la cultura humana se hizo a través de los juegos, de cantos,
de rondas, del libre desenvolvimiento de la imaginación y la fascinación
infantiles, concordando en muchos aspectos, con los trabajos que
sobre la materia realizaron Ortega y Gasset y Spengler. Con toda esta
argumentación, se intenta demostrar que se vive actualmente en un
mundo preñado de frío tecnicismo y de adocenado culto a la tecnología,
principales limitantes y, a su vez, estimulantes de una castradora
mediocridad en el ser humano. Si a ello se le suma la abyecta limitación
intelectual y espiritual que imponen las religiones, estamos asistiendo al
triunfo de las enseñanzas platónicas, que sólo sirvieron para deshumanizar
y para echar por tierra la espontánea sensualidad y el erotismo del
ser humano: fuente de toda genialidad y placer, es decir, del origen de lo
realmente humano.
Friedrich Nietzsche, en su obra «Humano, demasiado humano»,
avala lo que se quiere demostrar en este ensayo: que el ser humano
es algo que debe ser superado, dejando atrás aquellos elementos que
lastran su devenir existencial: en dicha obra, el autor hace un culto
a la concepción fáustica del ser humano, libre, espontánea, despojada
de totemismos inútiles y de estéticas apolíneas, para dar paso
al eterno retorno del espíritu libre de Dionisos, encarnado en aquél
constreñido minotauro encerrado en el dedálico laberinto al que
fue confinado ese noble ser. De este modo, el «gran Teseo» que fue
ayudado por Ariadna para matar al infeliz astado, es bellamente ridiculizado
y despreciado por el genio alemán, toda vez que aquél simboliza
lo racional, lo mediocre y lo moderado: la verdadera naturaleza
del ser humano es embriagadora, lírica e iconoclasta por excelencia;
por ello es que cada religión es castrante e impide que el ser humano
sea realmente humano.
©Gustavo Bonelli V.
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