Por Gustavo Bonelli
Desde hace algún tiempo, los países hispanos y el mundo en general han venido tomando conciencia de lo macabro, cruel y bárbaro que ha significado la matanza de toros en estado de franca indefensión bajo el pretexto de tratarse de ‘’una fiesta o costumbre arraigada en la sociedad’’. Esto precisamente es lo que ha generado repudio, rechazo y condena hacia las prácticas taurinas en su conjunto.
Hoy en día, el así llamado toreo, tauromaquia, fiesta brava, corrida de toros, etc., constituye una práctica que viene batiéndose en franca retirada tanto en España como en los países hispanoamericanos. Cada vez son más las voces de sociedades protectoras de animales, ONGs y de la sociedad civil en su conjunto, que abogan por la erradicación de aquella costumbre que nada tiene de arte ni de cultura o tradición.
Si la sociedad tiende a su perfeccionamiento y a alcanzar la verdadera civilización, debiera erradicar cualquier práctica que signifique el sufrimiento en vano y en condiciones de desigualdad de cualquier ser vivo. La tauromaquia es un claro ejemplo de lo anterior, toda vez que en ella, el toro es sometido a un proceso de aislamiento, reducción del poder de sus astas, así como a otros procedimientos tendentes a reducir su fuerza y capacidad de reacción frente a un ataque.
Los defensores del así llamado ‘’arte taurino’’ arguyen que la muerte del toro no sería más macabra que su fallecimiento en un camal, y que de todas maneras, una res vendría al mundo para morir a manos del hombre. Este argumento no puede ser más deleznable e infantil, puesto que es muy distinto morir de un modo rápido y expeditivo que padecer durante más de quince o veinte minutos, una de las más sanguinarios y atroces embestidas hacia su vida, durante ese ‘’vía crucis’’ que constituye la corrida de toros.
Asimismo, se sostiene que la fiesta brava vendría a ser una remembranza de las antiguas lides que solían tener lugar en la arena romana, en donde valerosos y bravos gladiadores median fuerzas para demostrar cuál de los dos era más poderoso o soportaba mayor castigo: todo ello, naturalmente, con el fin de entretener a un enfervorizado corro de fanáticos; argumento que no puede hallarse más lejos de la verdad, puesto que en la corrida de toros, la lucha siempre está de antemano, muy a favor del matador.
Tal como afirma Luis Gilpérez Fraile en su libro La Vergüenza nacional: La cara oculta del negocio taurino, ‘’…no podemos postergar para más tarde la denuncia del crimen taurino. Un pueblo que perpetra tales crueldades no puede ser feliz ni puede esperar que lo traten con benevolencia o benignidad sus gobernantes’’ (Gilpérez Fraile, Madrid, 1991, p. 45). Con tal afirmación, queda demostrado que el propio pueblo español repudia las prácticas taurinas.
Finalmente, podemos argüir que la tauromaquia no pasa de ser la conceptualización de una ensoñación pseudorromántica que nace en la Edad de Bronce y se consolida hacia el reinado de Carlos IV en la Península Ibérica. En efecto, esta práctica se halla signada por su carácter obsolescente, pese a su arraigo popular; por lo tanto, insistir en su vigencia, es ir a contracorriente de la modernidad.
A tenor de lo expresado líneas arriba, no cabe sino admitir que la tauromaquia o práctica taurina constituye una costumbre que viene perdiendo adeptos y defensores, ante la majestad de argumentos que no dejan lugar a la defensa de una de las más brutales y sanguinarias pseudotradiciones que haya visto la humanidad. De este modo, consideramos que la corrida de toros está condenada a desaparecer en un mediano plazo.
©Gustavo Bonelli Vásquez
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